jueves, 23 de junio de 2011

Dicen que enamorarse es un acto reflejo... como tener miedo. Yo fui una niña sin miedo: no me asustaban los fantasmas, ni los monstruos, ni la oscuridad. Podía mirar debajo de la cama segura de que no había esqueletos ni vampiros. Podía enfrentarme a las niñas de 5º segura de que no me quitarían la merienda. Y así, hasta hoy, segura de que puedo coger una magnum y avanzar por un callejón vaciando el cargador, porque no es eso lo que me da miedo; lo que me aterra es decir que sí a algo que no podré cambiar mañana, pensar en un sofá para toda la vida, en un crédito hipotecario, en una declaración conjunta o en un "esta tarde tenemos que hablar", buscar colegios y canguros y pensar en un lugar para vivir cuando ya no tengamos pulso para sostener la magnum. Y de pronto, todo ese terror se empieza a disfrutar con el looping de una montaña rusa, y eso es la felicidad.



Cuando uno piensa en el amor, piensa en los amores de su vida. En amores tranquilos o en amores tiernos, porqu easí han sido los pocos amores demi vida, y es que yo no he sido de enamorar a golpe de pico y pala. De horas en el portero automático y de tardes de domingo en el cine. De echar instancias y de meses y meses hasta el primer beso. No todos los amores son así, los hay de todo tipo, amor inesperado, amor imposible, amor clandestino, y por supuesto, amor loco, el amor fú. Un amor que todo el mundo debería tener derecho a probar, aunque sea una sola vez en la vida. Un amor que te deje en la cuerda floja, al límite entre la cordura y la razón, entre el amor y la locura propiamente dicha.

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